Lo primero que debemos hacer es asumir las malas acciones de nuestros hijos con mucha calma y serenidad, recordar que el adolescente recurre con gran facilidad a la mentira cuando se encuentra en un apuro. Por tanto, los padres no deben sobresaltarse cuando mientan.
Deben preguntarse: ¿por qué miente?, ¿qué busca?, ¿qué oculta?
Si sorprenden al hijo en una mentira, deben saber que le resulta muy difícil confesarlo. Intenta, por el contrario, escabullirse con nuevas mentiras, más si no confía en la equidad de sus padres. Hasta que no le quede ninguna salida. E incluso entonces, los adolescentes sienten como si tuvieran un nudo en la garganta, de forma que no pueden pronunciar ni una palabra. Lo que es señal de que no están preparados para hacer grandes confesiones.
Debe haber una gran confianza para que un hijo confiese su culpa a los padres, una confianza que los padres no deben presuponer como evidente. Son los hijos los que la deben otorgar, de su propia voluntad, y solo lo harán cuando los padres la hayan merecido durante los años precedentes, gracias a su paciencia y a su prudencia.
¿Se debe castigar por mentir?
La educación de los buenos padres pretende que los hijos amen la verdad y no que teman las consecuencias de la mentira. Los golpes, el grito, la ira no enseñan amor ni ningún otro valor. Al contrario se debe buscar espacios de reflexión entre padres e hijos.
No es sincero el hombre que no puede mentir, sino el que no quiere mentir y no miente.
Cuando un hijo ha hecho algo indebido, se le debe preguntar sobre ello, si confiesa su culpa ya hizo un esfuerzo y reconocimiento de la mala acción.
Los padres entonces, después de reconocerle la sinceridad y su agrado por el valor que conlleva el hecho en sí de decir la verdad, deben pasar a ayudar al hijo a diseñar cómo reparar las consecuencias de su errada acción. Por su mala conducta no hace falta más que asumir las consecuencias y reparar lo dañado. Por la buena acción de decir la verdad, debe recibir nuestro reconocimiento.
Pero supongamos que un hijo niega haber cometido una mala acción, a pesar de las invitaciones a decir la verdad. En este caso los padres deben presentarle al hijo las pruebas de su mentira, no solo la sospecha. Si se mantiene obstinado en su mentira, es conveniente conceder al hijo un periodo de reflexión, hasta el día siguiente. Entre un día y otro queda una larga noche. Cuando el hijo esté acostado, puede sentarse la madre sola o el padre solo, en su cama o desde el quicio de la puerta de su cuarto, hablarle de otra cosa insustancial y después, animarle a decir la verdad.
No castigar., los castigos sean de la índole que sean, tienen un componente de sometimiento y humillación. Se impone por la fuerza la voluntad de un ser humano sobre otro, que es, además, más débil.
Está suficientemente demostrado que el castigo no modifica la conducta a largo plazo, no educa, deteriora el vínculo entre el hijo y el adulto, genera resentimiento, conductas evitativas, y violencia. Fragiliza una autoestima en construcción, genera ansiedad y miedo, y perpetúa el modelo anacrónico, simplista e ineficaz de educación.
Queremos educar personas con criterio, con valores, empáticas y respetuosas, capaces de defender su espacio sin invadir el de los otros. Esto sólo se consigue cuando la motivación es intrínseca, es decir, cuando hacemos las cosas porque creemos que deben ser hechas, no porque temamos las consecuencias externas. Se trata de construir cimientos sólidos desde dentro, no convertir a nuestros hijos en marionetas manejadas por la aprobación o desaprobación del entorno.
No castigar a un niño no significa no educarlo. Hablamos de educar desde una óptica que respeta su dignidad, pero que pone límites. Autoritarismo no es lo mismo que autoridad. El autoritarismo es abuso de poder mientras que la autoridad se gana, desde la integridad y la coherencia.
Los hijos han de experimentar en casa el amor a la verdad y el gozo de vivir entre personas que confían unas en otras.
A los mejores padres del mundo puede escapárseles alguna mentira. En realidad hay ocasiones en que la mentira salta, tan veloz que no da tiempo a pararla.
¿Qué hacer entonces, cuando los hijos han presenciado la mentira de los padres?
Hay padres que no quieren reconocer su culpa ante sus hijos, porque temen que al confesar una debilidad, su autoridad disminuya.
En verdad ocurre lo contrario. Nada socava tanto la autoridad como representar el papel de padres perfectos sin serlo. Y, a la inversa, la honrada confesión y el sincero arrepentimiento ante una equivocación, no quita a los padres ni una pizca de autoridad auténtica. Al revés, así los padres dan un ejemplo necesario de cómo poner las cosas de nuevo en pie tras una actuación culpable.
La veracidad exige también que delante de los hijos los padres mantengan una conversación clara y abierta. Sin doble lenguaje porque estén los hijos delante y los padres deseen que no se enteren del todo. Y evitar también hablar en voz baja, por tratarse de asuntos de mayores.
Igualmente exige que los padres respondan a todas las preguntas de los hijos con el mayor esmero posible. Los hijos deben ser tomados en serio. Si no lo hacen, no se podrán quejar de que sus hijos no muestren interés por nada o no pregunten a los padres nada en la adolescencia.
Hacer partícipes a los hijos de los propios secretos de los padres. Buscar los momentos de familia para contar secretos que no hacen daño.
No olvidemos que cada mentira es la madre de otras. Para salvar la primera mentira el hijo sigue mintiendo hasta que se ve enredado en una red de la que ni él mismo puede librarse.
Además, cuando un hijo ha comenzado a utilizar la mentira como instrumento útil, corre el riesgo de que se acostumbre a operar con ella en todo. Pasando de un mentiroso ocasional a un mentiroso habitual.
El hijo que miente roba. Es una vieja experiencia. Cuando la voluntad se tuerce, la costumbre y la conducta se tuercen también, arrastradas por la misma inseguridad hacia el derrumbamiento. Y, a la inversa, cuando un hijo dice la verdad, se afirma al mismo tiempo en todos los demás valores.
Comentarios