Descubrir los estresores: esos elementos del día a día, ya sean tareas del trabajo, actividades y necesidades familiares o cualquier otra circunstancia que nos exijan una dedicación y un esfuerzo importantes y que, por sí solos o por su acumulación, sobrepasan nuestra capacidad de hacerles frente con fuerzas y recursos suficientes. Identificar cómo nos afectan y cómo respondemos ante ellos.
Pensar en cómo los compensamos, es decir, qué estamos haciendo para encontrarnos bien, y disfrutar de la vida a pesar de los malos momentos. .
Intentar romper las inercias que consideremos que pueden ser perniciosas para nuestra salud. Para ello es necesario que nos planteemos parar y compartir con los demás cómo nos sentimos e intentar que se involucren, sobre todo en el caso de la pareja. Es un problema familiar, no personal, y de hecho, la experiencia siempre muestra que acaba afectando a todos.
Encontrar ese hueco diario que, como decía María Jesús Álava Reyes en su libro Trabajar sin sufrir, ayuda a reequilibrarnos.
Tomarnos algo más de tiempo para las tareas de cara a conseguir disponer de más margen y así poder retrasarnos sin tener esa sensación de que va a ser un desastre.
Delegar y asumir que hay que intentar repartir el trabajo. Es cierto que muchas veces nadie puede hacer lo que nos pertenece a nosotros y parece que estamos abocados a sufrir hasta explotar, pero habrá que tomar decisiones que nos ayuden a descansar.
Quizá entonces tendremos que bajar el ritmo y priorizar, dejar de pretender ser los mejores y de tenerlo siempre todo listo —ser los mejores empleados, los mejores padres y los mejores amigos…— y entender que, si mantenemos los ojos bien abiertos, podemos descubrir esas señales que nos manda el cuerpo y que nos indican que nos estamos pasando, y que, de seguir así, probablemente estemos destinados a sentirnos exhaustos y a generarnos un problema cada vez mayor.
Disminuir nuestro grado de exigencia sobre todos los asuntos y discriminar los verdaderamente importantes de otros, quizá algo más secundarios.
Hacer algo de deporte o al menos alguna actividad frecuente que permita estar en forma. El deporte ayuda mucho en el control de las emociones, pues mantiene en forma la capacidad pulmonar, la actividad cardiaca, el tono muscular, en definitiva, un adecuado funcionamiento de muchos de los componentes fisiológicos involucrados en el funcionamiento de nuestro sistema nervioso autónomo y cumple funciones de regulación no sólo a nivel nervioso, sino también hormonal. Por otro lado, el deporte regular genera endorfinas, que son las hormonas encargadas de ciertas sensaciones de bienestar que se producen en el cerebro.
Cuidar nuestra alimentación manteniendo una dieta suficientemente rica en nutrientes y vitaminas que nos faciliten un adecuado nivel de energía y bienestar durante todo el día.
Entrenarnos en un adecuado manejo de las técnicas para reducir el estrés y aumentar el grado de control sobre nosotros mismos. Esto es vital para que en la relación con los hijos seamos plenamente responsables de todo lo que hacemos y decimos y podamos manejar bien nuestras respuestas, con la calma que les faltará a ellos a menudo. Aún existen muchos padres que se preguntan por qué han de controlarse ellos y no sus hijos.
La respuesta es sencillamente porque ellos son los adultos, cuya capacidad para entenderlo y conseguirlo es mucho más alta, sobre todo cuando caigan en la cuenta de que es así. Cuando los niños van conviviendo con modelos de adultos que se esfuerzan en manejar su estrés y en controlarse adecuadamente, se produce un progresivo aprendizaje que les conducirá a conseguir ser adultos autocontrolados y equilibrados.