En la familia, el proceso de formación de valores humanos es espontáneo y flexible. Los padres pueden, además, proponerlo abiertamente a sus hijos, aprovechando que interactúan con ellos todos los días. Eso ya es estar en un clima de comunicación de valores y de enseñanza viva de los mismos a través del ejemplo y de la palabra. No podemos pensar que el padre que sabe enseñar los valores a los hijos es quien les dicta cada día una charla sobre cómo se definen y cómo se practican los valores, lo cual sería totalmente inadecuado.
Para la efectiva construcción de los valores en el grupo familiar, no sobra recordar y subrayar que los hijos aprenden más con los ojos que con los oídos. Esto quiere decir que cada cosa que los hijos ven de su comportamiento es lo que más afecta el proceso de desarrollo de su personalidad. Todas las cosas que usted hace o deja de hacer cuando está con sus hijos les transmiten un mensaje que ellos interpretan y traducen a la práctica personal según su juicio. Aunque no tenga la intención de transmitirles algo con sus actos, ellos siempre están recibiendo pautas de lo que deben hacer o no hacer. Si no hace lo que tiene que hacer para formar a sus hijos en los valores, puede estar seguro de que otro lo hará por usted.
Una manera de que los padres interioricen el proceso para inculcarles los valores a sus hijos es tomar conciencia de cómo enseñarlo. Veámoslo a partir de un ejemplo:
Un hijo comete una acción guiado por un antivalor; digamos que le faltó el respeto a una persona concreta: no saludó, le quitó la palabra, etc.
Se le hace ver al niño que no se comportó de la manera correcta; lo hizo consciente de que se debe respetar a las personas porque esto hace posible la convivencia. Se le hace ver con palabras sencillas, sin definiciones ni teorías, sino con ejemplos, en qué consiste respetar al otro y por qué es bueno hacerlo. Esto, como una materia de estudio, también se puede aprender. Pero hay que corregir primero la conducta errada. El niño todavía no obra bien, pero ya sabe, o al menos intuye, que eso no es correcto y que debe y puede cambiar.
Se le indica que puede realizar actos concretos que corresponden al valor. En el caso del respeto, por ejemplo, saludar, ser afable con las personas, no interrumpirlas, etc. Cada día se observa cómo el hijo se esfuerza por vivir esos puntos: se lo anima, se lo corrige y se lo estimula. Se le hace ver que actúa correctamente y que así debe hacerlo siempre. Y él lo empieza a hacer de un modo consciente precisamente porque se le recuerda y porque tiene que esforzarse en cada momento, así esto exija largas temporadas.
A medida que pasa el tiempo y se mantiene constante el esfuerzo por ayudarle a vivir el valor, se van a presentar seguramente situaciones en que el niño vuelva a mostrarse irrespetuoso con los demás. Esto no tiene por qué causar una gran alarma a sus padres. Simplemente quiere decir que todavía no ha asimilado completamente la conducta correcta, a la que llega actuando inconscientemente, sin que se lo tenga que repetir nadie. Cuando la mayoría de las veces su conducta es correcta, se puede decir que está arraigado en él el respeto como virtud, es decir, ha adquirido el hábito estable de tratar a los demás como lo merecen por su condición de personas.
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