Estoy seguro de que a nadie le gustan los conflictos y desearía poder evitarlos siempre. Pero es muy improbable que pueda conseguirlo. Como mucho, podría disminuirlos en número, pero a costa de ceder en demasiadas ocasiones, si no en todas, o de apartarse y mantenerse en una actitud fundamentalmente pasiva.
Tener conflictos es algo que forma parte de la misma vida social, que supone un elemento más de la convivencia que se corresponde con las diferencias interindividuales, tanto a nivel de formas de ser, como de pensar y de actuar. Diferencias de criterio, diferencias generacionales, diferencias culturales, diferentes intereses, etc. , cada persona es diferente, y en la relación entre personas pueden aparecer conflictos.
Por lo tanto, más que tratar de evitar las dificultades, que suena bien pero que parece en esencia imposible, la clave estará en aprender a manejarlas de manera que no nos afecten negativamente, o que podamos acabar entendiéndonos o resolviéndolas de forma exitosa.
En familia, entre padres, entre hermanos y entre padres e hijos, y en todos los formatos, los conflictos suponen una de las principales causas de la desestabilidad emocional. Los conflictos en casa pueden ser de cualquier tipo. Cuando los niños son pequeños pueden surgir porque éstos se niegan a cumplir las órdenes con diligencia, por quejarse por casi todo, por pelearse a la hora de ir al colegio, etc. Cuando los hijos son más mayores, se establece una guerra continua para que dejen los vídeo juegos, si no llegan a su hora o si en lugar de estudiar se ponen al celular. La lista sería interminable. Analicemos los elementos comunes y aprendamos a abordarlos.
¿Cómo abordar los conflictos con equilibrio emocional?
La discusión
Supone una parte importante de los conflictos, ya que ante cualquier problema que se produce en casa, la primera reacción suele ser intervenir con la palabra y habitualmente se hace utilizando un tono de enojo, enfado y un volumen más alto de lo normal. Por regla general, los padres, en vez de centrarse en lo que hay que hacer, ponen el énfasis en lo que se ha hecho mal, recalcando que se tendría que haber realizado con corrección o insistiendo en preguntarles por qué se ha hecho mal. La reacción habitual en la mayoría de los niños suele ser quedarse callados, aunque esto no quiere decir necesariamente que vayan a cambiar de actitud y hagan las cosas de forma conveniente, pero sí es probable que no haya discusión como tal. Si se trata de pre adolescentes o niños muy reactivos, podemos observar que responden de forma parecida a como lo hacen sus padres, utilizando un tono de enfado, subiendo la voz y participando activamente en la discusión.
Hay que tener en cuenta que hablar, repetir, insistir o hacer hincapié en lo que se ha hecho mal es un recurso que más que ayudar, suele generar discusión y conflicto. Es necesario cuestionarse por qué insistir en explicarles cosas que ya saben, puesto que se les ha dicho en muchas ocasiones, o preguntarles por qué hacen determinada cosa, cuando sabemos que no siempre hay una razón para ello, sino que muchas veces actúan automáticamente; o por qué centrarse en lo que hacen mal si lo que nos interesa es que presten atención a lo que hay que hacer bien.
Discutir con los hijos, generalmente, supone ponernos a su altura y facilitarles la posibilidad de que cuando hacen algo mal puedan defenderse, enfadarse o mentir y centrarse en aspectos secundarios, en vez de ponerse a solucionarlo o a aprender a hacerlo bien. Es preferible elegir los momentos adecuados para hacer hincapié en lo que no funciona, y si con niños más pequeños la inmediatez es necesaria para el aprendizaje, con hijos adolescentes será imprescindible buscar una situación apropiada, sin prisa y teniendo en cuenta sobre todo que estemos tranquilos y nos aseguremos de que ellos nos escuchan. Hay que ser consciente de que, cuando ocurre un problema y están enfadados, su capacidad de escucha es baja o nula, por lo que tratar de hablar y explicarles, más que una buena estrategia, es una pérdida de tiempo y genera discusión. Dicho esto, cuando son más pequeños, lo mejor, tras un problema, es actuar más y hablar menos. Entender que en los momentos álgidos del conflicto casi nunca es el momento adecuado para hablar, porque no escuchan.
El enfado
Es incuestionable que, como reacción natural, cumple su función cuando algo nos disgusta y hemos de alejarnos de ello, pues las emociones negativas acompañan una estrategia de alejamiento o evitación. Pero esto no ocurre así exclusivamente, porque también puede justificar una respuesta de enfrentamiento cuando tenemos que defendernos de algo o de alguien.
Ahora bien, parece innegable que en las relaciones con los hijos se corre el riesgo de que el enfado permanezca y se apodere del día a día. Esto supone que una reacción emocional negativa que está pensada para momentos críticos se generalice y acabe apareciendo ante cualquier desavenencia, ante cualquier desobediencia, ante cualquier problema… Aprender a no mezclar lo afectivo, que es una característica general de los lazos y apegos familiares, de los problemas cotidianos que susciten discusión o encuentros cargados de cierta tensión.
El principal inconveniente es que hablamos de una reacción que, cuando se produce en los padres, pertenece a sus emociones más básicas, y que, sin darse cuenta, la están poniendo en manos de sus hijos y de los problemas cotidianos, creándoles más conflictos. Lo primero será convencerse de que enfadarse no es necesario y no es una respuesta adaptativa, por lo que no ayuda, sino que perjudica. Habrá que ser conscientes de que genera en los demás un efecto de propagación. Los niños, ante las respuestas de enfado, pueden presentar reacciones de bloqueo, de remordimiento o de más enfado. Si hablamos de adolescentes, esta última es la más característica.
Como estrategia interna y con uno mismo, los padres tendrán en cuenta cómo están por dentro y será necesario que disminuyan las sensaciones corporales de activación a través de algunas de las técnicas al uso, como la respiración diafragmática. Lo que hay que hacer principalmente es dejar que remita el enfado y posponer cualquier tipo de acción. Lo mejor será siempre parar la situación, pero no ir más allá de momento.
Si no conseguimos este paso, es difícil aspirar a otros, pues para resolver cualquier problema y llevar a cabo cualquier acción es necesario estar tranquilos. Como estrategia hacia los hijos en el momento en el que el niño esté manifiestamente enfadado, lo mejor es no entrar y dejarle a él solo con sus emociones hasta que se tranquilice. Recordar siempre que si nos involucramos, corremos el riesgo de ver afectadas las nuestras.
Cuando son pequeños, el cambio de plano funciona muy bien. Éste consiste en aprovechar el instante en el que se calmen, aunque sea un poco, para hablarles de otra cosa o hacer con ellos cualquier otra actividad.
Cuando son más mayores, se debe aplicar la extinción como respuesta, es decir, seguir haciendo cualquier otra cosa como si nada, y en ningún caso involucrarse en la discusión; sólo cuando estemos todos calmados abordaremos el tema, si es que hay que hablar o precisar algo. Tenemos que procurar detener el enfado cuanto antes. Si no lo paramos a tiempo, aumentarán las emociones negativas, la irritabilidad, el desgaste, las formas empeorarán, podremos hacer o decir cosas de las que después nos arrepintamos. Como hay algunos problemas que llegan a ser tan habituales que son previsibles, hemos de lograr trabajarnos para que, antes de que sucedan, estemos preparados con el estado más positivo posible. Esto lo haremos identificando los pensamientos anticipatorios responsables de que en nuestra cabeza ya estén rondando los problemas relacionados con los conflictos antes incluso de que pasen.
Tendremos que convencernos de que no nos ayudan en nada, y aunque estemos ante una problemática que se repite una y otra vez, estos pensamientos son un añadido de emociones negativas que no aporta nada bueno. Una vez que seamos plenamente conscientes de ellos, habrá que intentar neutralizarlos y no mantener una expectativa negativa sobre lo que pueda ocurrir. Hay que dejar que las situaciones ocurran y después escoger la mejor reacción. Esto será imposible si hemos estado previamente preparándonos para lo peor.
Por último, hay que tener presente que aún es peor discutir en grupo. Debemos intentar que si es el padre quien discute con el hijo, la madre pueda mantenerse al margen, y al revés, si es ésta quien está involucrada en la discusión, que el padre no participe. De no ser así, parecerá un frente en el que la intensidad con toda probabilidad aumentará de forma considerable y los niños pueden asumir el papel de víctima y añadir la queja a todo su repertorio de respuestas.
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